Se cuenta de un joven monje muy susceptible. Le bastaba la mínima distracción de un compañero al hablar o en el trabajo, para que inmediatamente se encendiese su rabia y terminase con palabras más que descorteses y luego olvidase el amor fraternal y las ansias de orar. Entonces se dijo a sí mismo: «Iré al desierto donde nadie me distraiga ni me turbe. Allí en un momento me santificaré».
Y así lo hizo. Pero al regresar un día a su
gruta, tal vez fuese el viento o fuera el demonio, encontró volcada una tinaja
puesta en el suelo y que estaba llena de agua. Inmediatamente se le subió la
sangre a la cabeza, se precipitó sobre la tinaja como si fuese algo vivo y la
emprendió a patadas. Pasado el momento de furia, se calmó, y mirando con
tristeza el cacharro se dijo: «Está claro, también en el desierto me
encolerizo: el mal no estaba en el ambiente, sino dentro de mí. No tenía que
haber abandonado el trabajo, la familia ni la iglesia, sino el defecto.
Y retorno a vivir nuevamente donde antes.
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