Al Rey Juan II de Portugal le anunciaron que estaba enfermo un servidor suyo al que apreciaba mucho. El Rey se turbó, y quiso bajar el mismo desde su palacio a la casa del servidor. Al atravesar el umbral de la casa del enfermo, preguntó, como es costumbre, por el estado del enfermo. Le respondieron que la enfermedad era muy grave, pero lo peor de todo era que el enfermo no quería tomar las medicinas.
Esa misma mañana los médicos le habían
recetado una medicina muy amarga pero igual de saludable, y el enfermo había
decidido morir antes que probarla.
El Rey no dijo nada, entró. Consoló al
enfermo e hizo traer la medicina. La tomó con sus manos y, sin dudarlo, bebió
largos sorbos. Después, acercándola a la boca del enfermo le dijo: «Yo, el Rey,
sanísimo, he tomado esta medicina tan amarga sólo porque te amo, y tú, el
servidor, enfermo, ¿no tomarás este poco que falta por mi amor y por tu salud?»
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